[Nota: he eliminado las notas a fin de hacer menos farragoso el texto; y también, a qué negarlo, por mi manifiesta incapacidad digital. Todas las referencias pueden encontrarse en el cap. II de mi Tesis Imaginación deseo y libertad en William Blake https://www.cervantesvirtual.com/obra/imaginacion-deseo-y-libertad-en-william-blake--0/ ]
“Primero exhaló la luz sobre el rostro de la materia; después exhaló
la luz en el rostro del hombre; y por último
exhaló e inspiró la luz
en el rostro de sus
elegidos.”
Francis Bacon, Essays[1].
“¿Acaso no descendió Jesús para convertirse en un siervo? El
príncipe de las tinieblas no es un Hombre, es un Caballero: es el
Lord Canciller.”
William Blake, Annotations to Bacon[1].
“¿No
soy yo como Bacon, Newton y Locke, que predican humildad al hombre?”
William Blake,
Jerusalem[1].
Conviene recordar, por otra parte, que Bacon y Locke no sólo desempeñaron
cargos importantes en el desarrollo efectivo
de la política inglesa, sino que ambos sentaron en buena medida las bases de la consideración
del mercado libre capitalista –las
“wheels of trade” (“ruedas del comercio”) lockeanas- como una ley natural, circunstancia
quizá hoy poco recordada, pero bien patente entre sus contemporáneos. Los
escritos económicos de Locke acerca de la reducción del interés y la concesión
de privilegios a los terratenientes, por ejemplo, fueron reiteradamente citados
en los debates parlamentarios de 1637 como argumento autoritario[1].
Pero es más, ya en plena época victoriana, un artículo editorial aparecido en
el Blackwood’s
Edimburgh Magazine en 1849, “Free
Trade at its Zenith”, sostenía la necesidad de favorecer el libre comercio
combinando la libre circulación de capital con el establecimiento de medidas
proteccionistas en favor de hacendados e industriales, y apoyaba sus tesis en
la línea ideológica desarrollada durante los dos siglos anteriores por Bacon,
Locke y Malthus: así, tras señalar que “si nuestros gobernantes hubieran
seguido el consejo de los sabios de antaño (…) hubieran evitado esta
acumulación de desastres sin precedentes”, ofrece diversas citas de los Essays
de Bacon, “el más grande y sabio de los hombres”, y de las Considerations de Locke,
para culminar su argumentación señalando que “nos limitaremos a añadir la
opinión de una de las mayores autoridades entre los defensores del
librecomercio, Mr. Malthus”[1].
(…)
Aun cuando la centralidad de la Providencia divina y la jerarquización
social en el pensamiento de Bacon puede encontrarse en muchos de sus escritos,
entre ellos la utopía inconclusa La Nueva Atlántida, por motivos
metodológicos me atendré aquí exclusivamente al ejemplar anotado por Blake de
sus Essays Moral, Economical
and Political (1798),
cuyos distintos escritos constituyen una perfecta síntesis de la doctrina
teológica y social baconiana que hará, sin duda, mucho más comprensible la
inclusión por Blake del barón de Verulam en su “tríada” Bacon-Newton-Locke.
Dado que en la Introducción apuntábamos las glosas del autor a la expansión
imperialista, nos centraremos ahora en sus concepciones acerca de la
estratificación social, que ya desde el primer ensayo, On Truth (cuya crítica a
la Imaginación, no recogida por Erdman, tendremos ocasión de tratar en el Cap.
V), establece sin ambages, como cabe apreciar en la cita que encabeza estas páginas,
su absoluta convicción de la existencia dentro de la humanidad de una grupo
privilegiado de “elegidos” por Dios. Por si cupiera alguna duda acerca de
quiénes son esos elegidos, On Praise nos aclara –en un texto
tampoco incluido por Erdman, pero que constituye la continuación de un párrafo
anotado por Blake- que: “El
pueblo es incapaz de comprender las más excelentes virtudes: las más bajas obtienen su alabanza, las
virtudes medias medias les producen asombro o admiración, pero carecen
de sentido para percibir las más elevadas”[1].
Resulta
evidente, en fin, que el pueblo no parece pertenecer para Bacon al grupo de los
elegidos, reservado al Rey y la nobleza. Así, Of a King, tras
establecer que “el Rey es un dios mortal en la Tierra, sobre quien el Dios
viviente ha conferido como gran honor su nombre”[1],
sienta las bases sobre las que el poder real debe establecerse: “Aquel Rey que
no es temido no es amado; y si quiere que su mandato sea apreciado debe poner
los medios para ser tan temido como amado”[1] para
concluir que “quien honra al Rey es lo más lejano al ateo, que carece del temor
a Dios en su corazón”[1]. Las anotaciones de Blake a
las dos primeras afirmaciones: “¡Oh
esclavo abyecto y despreciable” (…) “El
temor no puede amar”, son
suficientemente indicativas de su ideario político y existencial y de su
opinión sobre Bacon; mientras que la contundente “¡Blasfemia!”[1] descalificadora de la tercera
constituye una muestra de la concepción absolutamente heterodoxa que, según
tendremos ocasión de analizar en detalle en los Capítulos IV y V, poseía Blake
acerca de las nociones de religiosidad y ateísmo. Sin mayor comentario, en fin,
cabe señalar la posición otorgada por Bacon a la nobleza en Of
Nobility (que Blake, agudamente, considera contradictoria con su glosa
anterior del derecho divino de los reyes):
“La monarquía, cuando no existe la nobleza, es siempre pura y aboluta
tiranía (…) pues la nobleza modera la soberanía, y de alguna manera desvía los
ojos del pueblo de la línea real (…). Por otro lado, los nobles poseen la
capacidad de extinguir la pasiva envidia de los demás, gracias a su posesión
del honor. Ciertamente, los reyes que
poseen hombres capaces entre su nobleza harán bien en emplearlos y ello
facilitará su gobierno; pues el pueblo tiende por naturaleza a inclinarse ante
ellos reconociendo su innata capacidad para el mando”[1]. Desde luego, el
apóstol de la empiria tenía claro tanto quiénes eran los elegidos
para el conocimiento como quiénes debían gobernar por designación divina, y,
puesto que no consideraba al pueblo capacitado para tan elevadas misiones, sin
duda consideraba más conveniente que desarrollara su limitada experiencia
sensible yendo a combatir al extranjero en aras de la salud nacional. Ironías aparte, lo
cierto es que frases similares abundan a lo largo del libro y, si bien cabría
objetar que no eran inusuales en la época, desde luego no justifican en
absoluto la consideración por Wood de Bacon como un liberal avant
la lèttre.
En un aspecto, sin embargo, sí
sorprende la modernidad de Bacon, y es precisamente en su elogio de la
combinación de imperialismo y comercio como fuentes de la riqueza nacional,
incluido en el ensayo Of Seditions and Troubles: “Es
importante recordar, puesto que el engrandecimiento de cualquier estado debe
ser a costa de otro, que son tres las cosas que una nación vende a otra: los
productos que la naturaleza le ha concedido; las manufacturas; y el transporte.
De manera que, si esas dos ruedas van bien, la riqueza fluirá como un torrente
en primavera”[1].
La evidente anticipación contenida en estas frases de las doctrinas de Locke y
Burke, así como de la política expansionista del imperialismo británico en
tiempos de Blake, no pasó sin duda inadvertida para el poeta, cuya anotación
marginal refleja una indignación semejante a la que expresara en tantos otros
pasajes respecto a la oligarquía terrateniente y comercial de su tiempo:
“El engrandecimiento de un Estado,
como el de un hombre, tiene su origen en una mejora interna o en la instrucción
intelectual. El hombre no mejora gracias al daño de otro. Los Estados no
mejoran a expensas de los extranjeros.
Bacon no sabe de nada excepto de
Mammon.”[1]
La teoría política de Bacon, en suma, parece constituir un intento
incipiente de conjugar la doctrina del derecho divino de los reyes con el
reconocimiento del ascenso de la aristocracia y oligarquía comercial como
fuerzas motoras del desarrollo económico. Según vimos anteriormente, la
resolución final de esta tensión interna iba a tener lugar gracias a la
Restauración de 1660, consolidada en 1688; pero ello no significaría en
absoluto una democratización del gobierno, sino, por el contrario, el asentamiento de la unión entre la Corona,
la clase oligárquica y la Iglesia como rectores absolutos de la sociedad. Nada
tiene de extraño, pues, que el Lord Canciller Clarendon, heredero del cargo de
Bacon, lo fuera también de su desprecio por el pueblo en su declaración al
Parlamento tras la primera Restauración:
“Es privilegio (…) y prerrogativa del común del pueblo (common people) en Inglaterra ser
representado por las personas más elevadas, instruidas, ricas y sabias que
puedan elegirse en la nación; y confundir los Comunes de Inglaterra (…) con el
pueblo común de Inglaterra constituyó el primer ingrediente de ese maldito
veneno (…) una república (Commonwealth)”[1].
Si la alternativa entre una monarquía absoluta y una moderada representatividad parlamentaria restringida a la clase dominante fueran, en suma, las únicas opciones que se hubieran planteado en la política inglesa hasta los tiempos de Blake, tal vez serían comprensibles las críticas hacia el poeta por su descalificación de Locke, quien, al fin y al cabo, refutó con contundencia el absolutismo de Hobbes y de Filmer. Lo que parece olvidarse con frecuencia es que existía una tercera alternativa, planteada por los sectores más radicales de los levellers, que rechazaba tanto la monarquía absoluta como el parlamentarismo oligárquico,